Dulce despertar

Concha Pelayo

Esta misma mañana, sintonizo la radio y me sorprende Juan José Millas hablando de la muerte. Dice que a él le gusta la muerte, que lo que le da miedo o temor se abraza a ello porque todo le resulta muy morboso. Y la muerte, cómo no, mucho más todavía.

Confieso que he disfrutado escuchando a Millas porque comparto absolutamente ese sentimiento trágico de la vida a la que se adereza con un poco de humor, porque la muerte también nos lleva a situaciones en las que invita a la chanza y al humor. Millas ilustraba su intervención, para su espacio de radio, acercándose a un importante cementerio de Madrid donde debe haber unas enormes salas para las diferentes celebraciones. Le recordaba, incluso, a las cárceles; ruidos metálicos, puertas herméticas, frío, mucho más frío a medida que se iba acercando, imagino, a las cámaras donde se guarda a los muertos. Decía Millas que a medida que nos vamos haciendo mayores, cuando vamos a un velatorio, pasamos, de quedarnos en la entrada del mismo, fumando y hablando con la gente, hasta ser nosotros los protagonistas. Esto se debe a que los que se han ido son conocidos o no muy allegados. Otra cosa es cuando se nos van seres queridos muy cercanos: abuelos, padres, tíos, amigos íntimos...Entonces nos situamos mucho más cerca del finado. Es decir, vamos ganando terreno hasta situarnos a un metro del cadáver. Lo siguiente será cuando seamos nosotros los que nos metamos dentro. (de la caja, claro)

Por supuesto que al oír esto último, no sólo sonreí, sino que solté una gran carcajada y me acordé, cómo no iba acordarme dada la afición que, como Millás, siento por la Parca, de las numerosas situaciones que he vivido siendo la muerte protagonista. La Parca, no lo puedo evitar, me persigue, y no como decía Carmen Rigalt, porque me vaya haciendo mayor, sino porque me atrae. Y me atrae la muerte y todo lo que conlleva porque soy consciente de que no habría vida sin muerte. De hecho me gusta visitar los cementerios, tanto los de las grandes ciudades como los de los pequeños pueblecitos. Recuerdo uno en Londres, fascinante, donde entre sus tumbas, las calles bien diseñadas, se paseaban las señoras, incluso pasaban niños y adultos en bicicletas, incluso vi alguna anciana tejiendo sentada sobre una lápida. Conocí también los cementerios en Buenos Aires o en Montevideo. Allí se erguían monumentales obras de arte talladas en granito. Los turistas se detenían en las tumbas de cantantes, escritores, importantes militares. También visité el de Zagreb, en Croacia, creo que declarado de interés turístico internacional por la Unesco. También he visitado en dos ocasiones el de San Isidro de Madrid y me he detenido extasiada delante de tumbas desde mil ochocientos. Fascinantes.

Y cómo no, me he colado por alguna puerta entreabierta del cementerio de una pequeña aldea en cualquier lugar de España o del extranjero. En Galicia hay maravillosos cementerios, también en Asturias. En Luarca visité el cementerio donde está enterrado Severo Ochoa. Se deslizan sus tumbas acariciando la montaña hacia el mar. Una belleza, blanco sobre verde. Hace poco estuve en el cementerio de Fez, en Marruecos. Blanco inmaculado sobre una tierra ocre. En Marruecos, hasta las tumbas se escapan  de las tapias de los cementerios. Así los vi por el Atlas y por esos lugares recónditos donde la tierra es dueña de si misma y la civilización está ausente. De vez en cuando, un hombre, unas cabras, unos niños o alguna mujer con vaporoso vestido aparecen  en el paisaje. También esas tumbas a las que me refiero.

La muerte da para mucho, invita a recrear la imaginación e incita a rememorar acontecimientos. Mi padre, cuando estaba de cuerpo presente y nos hallábamos reunidos todos sus familiares en el tanatorio esperando a un hermano suyo, sacerdote; a una hermana se le ocurrió que tal vez, nuestro tío querría celebrar la misa de funeral de su hermano. Como el tanatorio estaba próximo a la iglesia yo misma me ofrecí para ir a decírselo al cura párroco. Al llegar me cruzo con un cura bastante mayor al que conocía de vista y que oficiaba en la iglesia de vez en cuando y le dije lo que habíamos pensado. Me contestó que no había ningún problema. No era el párroco de la parroquia pues yo lo conocía mucho y se llamaba don Rogelio. Entonces, algo pasó por mi cabeza, muy atolondrada para la ocasión, y le espeto así, de repente: ¿Es usted el padre de don Rogelio? Se ve que mi subconsciente me jugó una mala pasada y me diría algo así como, de padre médico hijo médico, de padre maestro hijo maestro y de padre cura, hijo cura, y me debí de quedar tan pancha. Por eso cuando le voy con esas al pobre cura, vestido de rigurosa sotana negra, me responde con una cara escandalizada, NOOOO…NOOOO…NOOOO. Pero yo vuelvo a insistir: No es usted el padre de don Rogelio? Nooooo. Nooooo. Nooooo. Y me lo decía con la cara demudada pero yo no supe adivinar. Le di las gracias y volví al tanatorio.

Al llegar le digo a mis hermanas: Ya está arreglado. He hablado con un cura bastante mayor pero no es el padre de don Rogelio. Entonces mi hermana me dice, con la misma cara de horror e incredulidad del cura: Pero….¿estás loca, cómo iba a ser ese cura el padre de don Rogelio? Hasta ese momento no había reparado en mi metedura de pata y en mi atolondramiento. Reímos a carcajadas mientras mi pobre padre estaba de cuerpo presente. Bueno, la verdad, lo que yo preguntaba es tan viejo como la vida. Todos sabemos de la paternidad de muchos sacerdotes, pero lo mío era otra cosa. Una chaladura del inconsciente.

La muerte es cruel sí, nadie debería morir, pero ya de puestos, hay que tomarla con alegría y hasta con cierta sorna. Mejor nos iría.



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